Agosto


Valparaíso, Chile, 20 de agosto de 1820. Una multitud despide la expedición que parte hacia el Perú. Desde el puerto observa como ocho buques de guerra y otros de transporte se desfiguran en el horizonte; aunque la niebla persistente se empecina en borrar a tantos visionarios, la libertad navega rumbo al Virreinato del Perú. En el cuarto buque (contando desde adelante) Don José, como lo llaman ahora, -aunque algunos marineros con confianza irreverente le dicen tío Pepe- pergeña junto con el general Las Heras cómo será su llegada a destino. El Perú es grande y bastión emblemático de los gallegos, piensan los libertadores. Hay que aprovechar que todavía en América arde la llama de la libertad.
Caminando por la cubierta, Don José le dice a Las Heras que más allá de la misión a cumplir, está preocupado por el Río de la Plata. Su rostro se ve angustiado; si queda brillo en sus ojos es por lo inmenso del desafío. Arenales le advierte que la brisa áspera del mar le hará mal. Su médico le recomendó guardar reposo hasta Lima, pero su obstinación puede más; San Martín quiere seguir hablando de su tierra. Piensa y cree que algo se puede arreglar. Está convencido de que nos espera un futuro promisorio. No puede dejar de pensar. "Argentina"... murmura. No sabe por qué le vino este nombre. Quizá vio. Vio más allá. Imagina que el ejército que se está formando será el cancerbero de la independencia y la libertad. Que los políticos, confundidos, dentro de 200 años ya contarán con inestimable experiencia y sabiduría y sabrán ponerla al servicio del país. ¡Poder estar allí para vivir tan glorioso momento! -exclama para sí. Sobre la pequeña mesa hay un artículo de Mariano cuyo contenido lo desilusiona. Sólo habla de pequeñeces... Grondona se ha acomodado a los tiempos. Mientras, con titulares de pantalla completa, Crónica pregona que más al norte otro general está pensando a lo grande. En la confusión por dar la primicia, pone en pantalla el apellido Chávez. Pero el chasqui, que dando las noticias es más confiable, lo desmiente. Aclara que el militar en cuestión es un tal Bolívar. ¡Qué bárbaro! Parece que todo el continente está en ebullición. José está ansioso por llegar a las costas peruanas. El clima se está enrareciendo. Los marineros cruzan de un lado a otro apurando sus tareas. Pisar suelo inca significará haber concretado otro gran paso americanista. El grito hace estremecer a la tripulación: -¡Perú! ¡Perú! ¡Hemos llegado!Una sensación extraña recorre su cuerpo. Siente bronce en las venas. Desde el fuerte, la gente ve las ocho naves y los diecisiete transportes. El gran general designa a sus amigos Guido y García del Río para analicen la situación antes del desembarco. Un tal Menéndez se ofrece para aniquilar al "virreicito" (sic). San Martín lo mira con ironía y le recomienda que se guarde para otras batallas.

Pasan unas horas. Al atardecer, con el sol besando el mar, los emisarios llegan con noticias. En sus rostros se nota desconsuelo y confusión. Guido está transpirado. En un estado febril, García del Río no para de repetir incongruencias. Molesto e impaciente San Martín exclama:
– ¡Paren, che ! Cuenten ¿qué pasó? ¿Qué vieron?.
Se hizo un silencio de piedra. Uno de los soldados balbucea...
– el Chino!.
– ¿Qué?
– El Chino, mi general!.
– No entiendo nada - dice José.
El jefe de la comitiva se recompone y trata de poner claridad:
– Mi General, el Virrey es chino!.
– ¿Cómo?.
– Sí. Gobierna un tal Fujimori; los militantes de la causa nos dicen que aquí la libertad ya llegó. Que el mercado reina y cada uno hace lo que puede, según los reales que tenga. América ya no es América sino que el mundo es un solo país. Por eso al antiguo imperio inca lo gobierna un chino.

Quizás en las tierras de Oriente algún día gobierne un peruano, reflexiona para sus adentros Guido.

San Martín pregunta al capitán cuánto tiempo transcurrió desde que salieron de Valparaíso.
– Lo planeado, mi general.
Hubiera querido escuchar otra respuesta. Que todavía no habián llegado. Pero el olor nauseabundo del puerto se encarga de confirmarle que todo es real. El general siente que el bronce que recorre sus venas empieza a denterse; Por primera vez advierte que su historia termina allí, en ese barco, ni siquiera pisando el continente. ¿Qué carajo está pasando? ¿Qué sueño alucinante me está traicionando? ¿Qué debo hacer? Camina hacia la proa, apoya sus manos en la madera húmeda de la baranda, y deja que su mente se vaya a recorrer los pasadizos de la eternidad. La pucha, que está lejos de su Patria. Piensa en lo que debió ser y en lo que es. El bronce lo inmovilizó y lo perpetuó. Se siente bien en el acogedor otoño francés, pero algo no había ido de acuerdo a lo soñado. En el patio de su casa, ve a su nieta jugar entre hojas y rayos de sol. ¿Por qué estoy aquí, tan lejos y tan cerca? ¿Qué habrá pasado con mis compatriotas? ¿Qué plan habrán elegido para liberarse? ¿Qué batallas estarán librando? ¿Por qué no estar allí ayudando? Unos acordes lo traen de vuelta del sueño dentro del sueño. En un rinconcito alejado del jardín, un paisano, olvidado como él, toca la guitarra; sus labios dicen verdades con matriz de inspirada poesía. Don José se acerca despacio. Cuarenta pasos hasta llegar. Se da cuenta por fin dónde está. Con respeto inmaculado escucha al payador perseguido; conoce su nombre desde siempre. Le apoya su mano en el hombro y le dice:
– Don Ata, vamos adentro; René, mi medico de cabecera, dice que este frío nos puede hacer mal.

Esta nota se me publicó en la Revista Dicho y Hecho. Noviembre de 2000.

1 comentario:

Mario Antonio Herrero Machado dijo...

Che Alejandro, en serio que esto lo escribistes vos. Me conmovio, de verdad me hizo temblar la estantería.
Felicitaciones y a publicar otra.

El Cabeza
Mario Antonio Herrero Machado