Por Alejandro Barbeito
--> Sábado por la mañana, el centro es un hervidero. Descendió del 146 en la parada del Cinerama para comenzar su recorrida por la peatonal cordobesa con un único objetivo: sumergirse en las bateas de discos de Vértice Musical.
Fue de cabeza a las que exhiben los trabajos más preciados del rock nacional e internacional. Estuvo un rato revolviendo discos y admirando carátulas, tratando de descifrar los nuevos mensajes del rock. Confirmó con el empleado que el Álbum Blanco era un tesoro inalcanzable.
Su bolsillo, siempre en default, determinó el fin de la búsqueda en esa sección. Pero todavía le faltaba revisar las bateas de ofertas donde Elio Roca magullaba con tristeza su destino de olvido junto a Silvana Di Lorenzo. Encontrar algo interesante en esa sección era como una aguja en un pajar, pero de vez en cuando la aguja aparecía. No fue esta la ocasión.
Determinado a que no debía ser una mañana perdida decidió aventurarse a explorar algo nuevo y cruzó el Río Grande, la Colón. Del otro lado es otra Córdoba, musicalmente la cuartetera. Es notable el cambio que se produce con sólo cruzar una calle, pensó. Mientras caminaba entre ciegos que cantan y vendedores de relojes de una clandestinidad simulada, se hacía el bocho pensando que como el gusto musical de esta otra Córdoba era diametralmente opuesto al de él, era posible detectar en rincones del olvido algún material interesante para su discoteca.
Se paró frente a La Suiza. En los parlantes Carlitos Rolán le insistía a un cabezón que se corte el pelo. Miró hacia ambos lados para corroborar que ningún conocido fuera testigo de esta decisión. Entró como quién no quiere la cosa y fue derechito a los discos. Lo recibió Coquito Ramaló y el disco de oro número 1532 de la Leo. Estaba a punto de desistir y asumir que su teoría había sido un fracaso cuando en un costado poco iluminado del local le pareció reconocer algo. Se fue acercando y la imagen se iba aclarando cada vez más. Era un triangulo atravesado por un haz de luz. La tapa era negra y los colores que se desprendían al pasar por el prisma iluminaron el sábado. No lo podía creer, El Lado Oscuro de la Luna, de Pink Floyd. ¡En oferta! Lo tomó con cuidado y revisó que todo estuviera en orden. Impecable. El cajero le cobró y se lo puso, a su pesar, en una bolsa de la Suiza.
Satisfecho por haber corroborado su teoría caminó hasta la Humberto Primo para emprender el regreso.
Llegó a su casa, se encerró en la pieza y puso el disco. Terminó y lo puso de vuelta. Y de vuelta. Leyó y releyó la gráfica de tapa. Ese día descubrió que en el lado oscuro de la luna resuena una música maravillosa.
Los nuevos sonidos atravesaron su pieza como ecos surrealistas de un gran concierto en el cielo. El Dinero, el Tiempo. Nosotros y Ellos. La Locura. Salió a comer algo ante el reclamo de su madre y en la pieza comenzaba el preludio de un grito desgarrador pero bellísimo. Era el piano de un tal Richard Wright.
Nota publicada en La Jornada de Villa Carlos Paz en homenaje al fallecido Richard Wright, tecladista de Pink Floyd.
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